Su padre, hombre de posturas absolutas y silencios emocionales, se mantuvo al margen de la crianza de su hija al considerar que ésta le correspondía a la madre mientras él hacía las veces de proveedor responsable. Jamás llegó a pensar que su hija, niña siempre ejemplar y motivo de orgullo, llevara una vida en su vientre de quinceañera. El golpe de la noticia fue devastador. No hubo ni perdón ni lágrimas de parte de ella que lo sacara de su mutismo que se juró tener ante tal desilusión. Su indiferencia caló de manera ancha y profunda en Sofía, pues ello creaba una herida alimentada por la culpa y el error. Fue un embarazo en el que se gestó, al lado de su pequeña hija, un silencioso dolor de nueve meses.
Cuando conocí a Sofía y a su pequeña hija no pude evitar pensar en el amor como la fuerza más poderosa de la vida en general y de la vida humana, en particular. La escena de esa joven de diecisiete años con su niña de un año era absolutamente conmovedora para mí, pues había conversado previamente con su madre, antigua compañera de colegio, que me había descrito los antecedentes del caso. Según su relato, el embarazo de su hija había estado expuesto todo el tiempo al riesgo de la pérdida. Primero, porque los cuatro primeros meses, Sofía había escondido su situacion a sus padres, lo que sin duda le pudo haber causado heridas emocionales profundas que, según me contó después, la habían llevado al extremo de atentar contra su vida.Lo que me conmovía, entonces, era la certeza, que una vez más confirmaba, de que el amor sabe sobreponerse al desamor, el abandono y la incertidumbre. La actitud amorosa de Sofía con su pequeña fue para mí la revelación de que podría afrontar el futuro, no sólo el suyo propio, sino también el de su familia, con entereza, honestidad, ética y, sobre todo, amor.
Lo que me conmovía, entonces, era la certeza, que una vez más confirmaba, de que el amor sabe sobreponerse al desamor, el abandono y la incertidumbre. La actitud amorosa de Sofía con su pequeña fue para mí la revelación de que podría afrontar el futuro, no sólo el suyo propio, sino también el de su familia, con entereza, honestidad, ética y, sobre todo, amor.
Así decidí, de una vez y consecuentemente, llevar todas nuestros encuentros bajo la guía del amor, lo que sabía que implicaría para mí una actitud de resistencia a todo lo que puede empañarlo, a todo lo que hace que los seres humanos nos confundamos y sigamos caminos prescritos. No fue fácil, pero gracias a esa actitud inicial pude aceptar y comprender que todo lo que había aprendido en la academia y en diversos eventos de formación a los que asistí, era un punto de partida –no de llegada–, que, además, podía ser relegado, revisado y reconformado. Desde la perspectiva que hoy he adoptado en mi trabajo, eso era resultado de un intenso proceso de introspección, con la consecuente revisión de mis nexos interiores.